En este Segundo Domingo del Tiempo Ordinario, leemos:
Al día siguiente Juan vio a Jesús que venía a su encuentro, y exclamó: “Ahí viene el Cordero de Dios, el qu carga con el pecado del mundo. De él yo hablaba al decir: “Detrás de mí viene un hombre que ya está delante de mí porque era antes que yo.” Yo no lo conocía, pero mi bautismo con agua y mi venida misma eran para él, para que se diera a conocer a Israel”. Y Juan dio este testimonio: “He visto al Espíritu bajar del cielo como una paloma y quedarse sobre él. Yo no lo conocía, pero aquel que me envió a bautizar con agua, me dijo también: ‘Verás al Espíritu bajar sobre aquel que ha de bautizar con el Espíritu Santo, y se quedará en él.’ Si, yo lo he visto, y declaro que éste es el hijo de Dios” (Juan 1: 29-34).
Como cristianos, a menudo llamamos a Jesús el “Cordero de Dios”, es decir, que Dios envió a Jesús para ser sacrificado como un cordero por nuestros pecados. En el Antiguo Testamento de la Biblia, 85 de las 96 veces que se usa la palabra “cordero” es para referirse a él como un sacrificio.
En cada Eucaristía, llamamos a Jesús en el Santísimo Sacramento, el “Cordero de Dios”, y le pedimos que “quite los pecados del mundo”.