En este Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario, leemos en el Evangelio de Marcos:
Después llegaron a Jericó. Cuando Jesús salía de allí, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo –Bartimeo, un mendigo ciego– estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!”. Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: “¡Hijo de David, ten piedad de mí!”. Jesús se detuvo y dijo: “Llámenlo”. Entonces llamaron al ciego y le dijeron: “¡Animo, levántate! El te llama”. Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia él. Jesús le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?”. El le respondió: “Maestro, que yo pueda ver”. Jesús le dijo: “Vete, tu fe te ha salvado”. En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino (Marcos 10: 46-52).
A primera vista, podríamos sentirnos tentados a decir: “Bueno, eso es bueno; Jesús hace un milagro por un ciego. Entonces, ¿qué tiene eso que ver conmigo en el siglo XXI?
Bueno, al igual que Timeo, también podríamos estar ciegos. Es posible que nuestra ceguera no afecte a nuestra vista. Más bien, podríamos estar ciegos ante nuestras propias faltas. Podríamos estar ciegos a la bondad que está enterrada en los demás. Podríamos estar ciegos al camino que Dios nos pide que sigamos. La buena noticia, sin embargo, es que Jesús puede eliminar la ceguera si tan solo se lo pedimos.