Hoy, en este 11º domingo del Tiempo Ordinario, leemos esto del Libro de los Salmos:
“El justo florecerá como palmera,
se alzará como cedro del Libano.
Los plantados en la casa del Señor
darán flores en los patios de nuestra Dios.
Aún en la vejez tendrán sus frutos
pues aún están verdes y floridos
para anunciar cuán justo es el Señor:
‘Él es mi Roca, en él no hay falsedad’” (Salmo 92, 13-16).
Estas son palabras hermosas, pero algunas personas las han torcido para apoyar la idea de un “evangelio de prosperidad”, una enseñanza que proclama que si eres “de Dios”, serás rico y saludable y tendrás abundancia. Del mismo modo, las enseñanzas del evangelio de la prosperidad dicen que si no estás a la altura de un buen cristiano, serás pobre, necesitado y quizás enfermo. El horror de un evangelio de prosperidad es la idea de que es tu culpa si eres pobre, enfermo o necesitado. Eso, por supuesto, no es la enseñanza del cristianismo católico. Muchos grandes santos vivieron toda su vida en la enfermedad y la gran necesidad. Los “frutos” de su trabajo no fueron bienes terrenales o un gran número de conversiones, sino más bien, la forma en que vivieron sus vidas. En otras palabras, los “frutos” de la santidad son las virtudes que uno posee, no cuánto dinero o salud física tiene uno.