En este Duodécimo Domingo del Tiempo Ordinario, leemos la siguiente historia sobre cómo Jesús calmó una tormenta en el mar:
“Al atardecer de ese mismo día, les dijo: ‘Crucemos a la otra orilla’. Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: ‘¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?’. Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: ‘¡Silencio! ¡Cállate!’. El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: ‘¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?’. Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: ‘¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen’” (Marcos 4: 35-41).
Aunque esta historia es hermosa e intrigante en sí misma, tiene un significado más profundo y duradero que perdurará en el tiempo. La moraleja de la historia es que Jesús está con nosotros siempre. Podemos recurrir a él en las tormentas de nuestras vidas. Y como Jesús es Dios el Hijo, podemos decir: “Dios está siempre con nosotros”.
Aunque lo más probable es que no estemos en barcos navegando por el océano, todos experimentamos “tormentas” en nuestras vidas: amores perdidos; muertes de seres queridos; empleos perdidos; problemas de salud; dificultades con los niños; problemas financieros; y muchas otras cosas. Y, aunque a veces sentimos que estamos solos, y que Dios no está cuidando de nosotros, Dios siempre está de servicio y siempre a cargo.
Eso no significa que todo se solucionará como queremos, pero con fe recibiremos las gracias para afrontar lo que Dios tenga pensado para nosotros.