Hoy, en este Decimocuarto Domingo del Tiempo Ordinario, leemos un pasaje extremadamente importante de la segunda carta de San Pablo a los Corintios. Pablo escribe:
“Y para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, tengo una espina clavada en mi carne, un ángel de Satanás que me hiere. Tres veces pedí al Señor que me librara, pero él me respondió: ‘Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad’. Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 7-10).
A lo largo de los siglos, los eruditos de la Biblia han especulado sobre lo que Pablo llamaba su “aguijón en la carne”. La suposición más común es que se refería a la amplia gama de problemas que experimentó como misionero. Otros especulan que pudo haberse referido a una enfermedad crónica. En tiempos más modernos, algunos han especulado que Pablo pudo haberse estado refiriendo a la homofobia internalizada, viendo su orientación sexual como una maldición más que una bendición divina.
Realmente no importa cuál fue el “aguijón en la carne” de Pablo, porque esa no es la moraleja de la historia. La moraleja es que Dios está siempre con nosotros y ya está para ayudarnos a afrontar cualquier “espina” que podamos tener en nuestra vida. Esta “ayuda divina” se conoce como “gracia”.