En este Trigésimo Segundo Domingo del Tiempo Ordinario leemos:
Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre. Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir» (Marcos 12, 41-44).
Esta parábola se puede abordar de muchas maneras. En cierto modo, puede recordarnos que debemos ser buenos administradores o cuidadores de nuestros bienes. Los “bienes” se refieren a nuestro dinero y posesiones mundanas. En la cosmovisión católica, Dios es dueño del mundo material; somos simplemente administradores para utilizar el bien del mundo de una manera sabia y compasiva. Estamos llamados a compartir lo que tenemos con los que menos tienen. Mi lema es muy útil aquí: Servir a Dios sirviendo a los demás”.
En segundo lugar, podemos usar esta parábola para recordarnos que Dios quiere todo nuestro ser. Por eso ponemos a Dios primero en nuestras vidas. Dios no quiere medias tintas. Por eso, estamos llamados a hacer lo mejor que podamos con lo que tenemos en cada momento.